Tema recurrente en este blog, es el abandono completo y total que han sufrido lugares que debieran bajo todas las luces haber sido protegidos, hoy quiero reparar en una experiencia personal.

Me había mudado a Buenos Aires un par de semanas atrás , ese domingo por la mañana recién terminaba de acomodar mis muebles en mi flamante departamento y sin nada más que hacer, decidí cumplir con uno de mis pendientes, visitar el Museo Histórico Nacional en Parque Lezama.
Llegue temprano, el museo no abría hasta un par de horas después, el Café Británico también estaba cerrado “hasta nuevo aviso” según el cartelito en la puerta así que me puse a caminar por las calles de Barracas para ganar tiempo. Iba caminando por Martín García hacia Montes de Oca cuando veo una placa que llama mi atención en la fachada de un Banco Ciudad.

PlacaBrown

“En Este Lugar se Alzo la casa donde vivio el Almirante Guillermo Brown y aqui falleció el III de marzo de MDCCCLVII.-”

Pocos héroes de nuestra independencia cautivaron tanto mi imaginación de niño como el Almirante Brown, quien junto con Hipólito Bouchard y José de San Martín, fueron tema de innumerables fantasías en las que una y otra vez transitaba las aventuras de estos tres próceres de la historia de mi querida patria.

Una lágrima quiso escaparse de mis ojos, la casa del Almirante, hoy un banco, y por único recuerdo una placa de bronce, sin fecha, sin firma, sin más que el frío recuerdo. Aquí vivió el padre de la Armada Argentina, aquí planeo las gestas que cautivaron tu niñez, aquí sufrió la desazón que le deparó la vida,  aqui murio, aqui en este banco, junto a un plazo fijo y a una caja de ahorro, partieron tus sueños de niño a navegar por los mares del olvido.

En este blog no nos interesan los grandes hechos históricos sino las puertas traseras, las anécdotas, las pequeñas historias que transitan por las orillas de la historia y las leyendas que las adornan, a tal fin quiero ilustrar este recuerdo con una historia sobre el Almirante, su hija y Francisco Drummond, y como mis dotes de escritor no son ni buenas ni muchas, voy a dejar que alguien con verdadero talento la narre.

En la pluma y el ingenio de Alejandro Dolina, de quien escuche esta anécdota en su programa de radio, infaltable compañía de mis noches de ayer, ahora y siempre, publicada en su magistral Bar del Infierno: Elisa Brown.

ELISA BROWN

(por Alejandro Dolina)

Pancho Drummond buscaba causas justas por las cuales batirse. Era escocés, pero luchaba en la marina inglesa. Peleó por la independencia de Brasil bajo las órdenes de Lord Cochrane, el enemigo de San Martín. Más tarde, quiso alistarse junto a las fuerzas argentinas que combatían a sus antiguos compañeros. Pero los brasileños lo metieron preso en Montevideo. Después de nueve meses, Drummond consiguió escapar e inmediatamente se incorporó a la escuadra argentina que comandaba el almirante Guillermo Brown. Se radicó en Buenos Aires y empezó a frecuentar la quinta del almirante en Barracas.

Allí conoció a Elisa, la hija mayor de Brown. Él tenía veinticuatro años y ella, diecisiete. Despacharon velozmente los penosos trámites que entonces imponía una seducción. Se comprometieron y planearon casarse cuando la guerra terminara. Ahorraremos al relato las elegantes conjeturas acerca de los encuentros y los sueños de los enamorados.

El 6 de abril de 1827, Drummond marchó a la guerra con la flota de Brown. Muy pronto sobrevinieron grandes dificultades. Las cuatro naves argentinas enfrentaron a dieciséis barcos brasileños. El Independencia, comandado por Drummond, quedó varado en un banco, con grandes averías y agotadas sus municiones. Siempre propenso al arrojo, Drummond, que ya estaba herido, tomó un bote y fue arrimándose al resto de los barcos en busca de municiones para continuar la lucha. En el momento de abordar la goleta Sarandí, lo alcanzó una bala enemiga.

Drummond comprende que va a morir y, con la mayor premura, cumple sus deberes heroicos. Pronuncia unas palabras que evitan cuidadosamente la queja; entrega a su amigo, el capitán Coe, el anillo nupcial para Elisa y alcanza a mantenerse vivo hasta la llegada del propio almirante, en cuyos brazos muere.

Lo velaron en la comandancia de marina y lo enterraron con honores en el cementerio protestante. Elisa recibió la noticia sin derramar una sola lágrima. Algunos dicen que la envolvió una silenciosa demencia.

Pasaron los meses. Una tardecita de diciembre, se puso un inexplicable traje de novia y se metió en el río, cuyos juncales llegaban hasta el fondo del parque. Ella se ahogó, por suicidio o por accidente.

El almirante Brown nunca pudo reponerse de aquella tragedia. Guillermo Enrique Hudson lo vio muchos años después, vestido de negro y parado en la puerta de su casa, mirando fijamente a la distancia. Le pareció un fantasma.

Cuando Hudson escribió sus líneas, la pena de Brown ante el recuerdo de su hija era ya otro recuerdo y otra pena. Hoy, el propio Hudson es un fantasma. La quinta de Brown, con sus sauces, sus álamos y los dos cañones de Garibaldi adornando la puerta, forma parte del más perfecto olvido.

En su lugar se alza la plazoleta Elisa Brown, pálido homenaje municipal a su memoria. Completan esta sustitución la fiambrería Il Parmigiano , el bar El remanso y El emporio de la fruta y la verdura. El río, ahuyentado por tanto progreso, ha retrocedido diez cuadras. La dicha de Francis Drummond y Elisa Brown duró tan poco que casi podríamos decir que fue una mera preparación de la pena, la pena incesante que fue de Brown y de Hudson y es ahora nuestra y será mañana de otros corazones sensibles, cuando adviertan que somos sombras y que nuestras vidas son tumultos sin sentido.